MADRIZ TATTO CONVENTION: TINTA, SUDOR Y ROCK & ROLL

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La tarde que Madrid se tatuó

MAD

Ciudad Deportiva Príncipe Felipe, Arganda del Rey, Madrid

Crónica y Fotos: Álex García Fotero

 

Hay crónicas que no necesitan amaneceres, sino electricidad. Y la mía comenzó justo cuando el sol empezaba a bajar, pero la temperatura dentro del recinto de la Madriz Tattoo Convention estaba a punto de estallar. Llegué con la tarde ya metida en vereda, con la cámara lista y el objetivo limpio, buscando capturar esa segunda vida que cobran los eventos cuando cae la formalidad y empieza el verdadero rock and roll.

 

 

Eran las 16:00 en punto y el ambiente ya vibraba. Nada más entrar, mis ojos se fueron directos a la zona de Body Marbling. Olvida el dolor de la aguja por un segundo; esto era pura psicodelia líquida. Pieles sumergiéndose en pintura flotante, brazos que salían convertidos en nebulosas de neón y patrones orgánicos. Para un fotógrafo, esto es golosina visual. Capturé el momento exacto en que un brazo emergía del agua tintada, goteando colores imposibles bajo los focos. Era arte efímero contrastando con la tinta eterna que se inyectaba a pocos metros.

Pero el ritmo no daba tregua. Apenas media hora después, a las 16:30, el escenario cobró vida con el Focus Dance Studio by Sara Zarco. Si el tatuaje es el arte de la quietud forzosa, lo de Sara y su equipo fue la explosión del movimiento. Cuerpos girando, coreografías afiladas y una energía urbana que sacudió el polvo del recinto.

 

 

Pero la atención no tardó en ser robada por el rugido del público. La Convención es un templo al arte, sí, pero también es un circo, y por un rato, se soltó la melena con el Concurso Picante. Y ahí, amigos, es donde la cámara echa humo. Esta vez el escenario fueron las gradas del recinto donde subieron un puñado de valientes, guerreros del aguante que cambiaron el dolor de la aguja por el infierno en la garganta. Vimos a tipos duros, con la piel cubierta de dragones y calaveras, doblegarse ante un diminuto chile Carolina Reaper. Capturé las caras contorsionadas por el fuego, los ojos llorosos y los vasos de leche desesperados buscando redención. Era pura adrenalina, un duelo de voluntades y capsaicina. Incluso los y las tatuadoras, levantaban la cabeza de sus stands para soltar una carcajada, aceptando ese caos necesario. Fue el interludio perfecto: un solo de guitarra shredding con sabor a fuego en medio de la sesión de tatuaje más seria. El tatuaje es dolor, pero también es celebración.

La tarde se espesaba y la gente pedía más. Y vaya si lo tuvieron. A las 18:30, llegó el plato fuerte sonoro: Anna Dukke. Aquí es donde Solo-Rock se siente en casa. Anna no solo canta, desgarra. Con ese estilo que bebe del Gospel, el Delta Blues y el Rockabilly más raíz, su voz llenó cada rincón del pabellón. Dukke trajo el alma de los años 50 y la estrelló contra el 2025. Fotografié su silueta recortada contra los focos, micro en mano, pura actitud y elegancia salvaje. Fue el maridaje perfecto: música de raíces para un arte ancestral.

 

Y entonces, con el ambiente caldeado por el blues, llegó la hora de la verdad. El Concurso de Tatuaje de Diferentes Categorías. El escenario principal se iluminó como el altar de una religión pagana y el aire se cortaba con cuchillo.

Me pegué al borde de la tarima. Aquí no valen los trucos; aquí se juzga la línea tirada a pulso, la saturación y la limpieza tras horas de castigo. Los jueces, con ojos de águila, escrutaban cada poro. Vi espaldas completas que parecían cuadros renacentistas cobrar vida, realismos que te seguían con la mirada y piezas Old School tan sólidas que aguantarían un apocalipsis.

La competencia era feroz. Cada vez que un modelo subía y mostraba la obra terminada, el público estallaba. Es el momento cumbre, el instante en que el tatuador deja de ser un operario manchado para convertirse en una estrella de rock, saludando bañado en sudor, con la mano temblorosa por la tensión pero firme en el orgullo. Capturé miradas de alivio, abrazos entre artistas y esa satisfacción exhausta que solo da el arte cuando duele.

El reloj implacable marcó el final del día. La música bajó, las luces de los stands empezaron a parpadear, pero la electricidad seguía erizando la piel. Salí a la noche de Madrid con la tarjeta de memoria llena de historias mudas y los oídos zumbando, con el eco de Anna Dukke y el zumbido de mil máquinas.

La tarde del sábado no fue solo un evento; fue una declaración de principios. Y como siempre digo: si no duele, no es real. Nos vemos en la próxima, familia. Larga vida al rock y a la tinta.

 

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