Sería un lugar común hablar de la decadencia de los rockers como tribu urbana, sin recambio generacional y todo eso, así que no vamos a ir por ahí, que todo eso ya se sabe. La cosa es que uno de los personajes que más ha hecho por la cultura del Rock & Roll entendido desde esos parámetros, Carlos Segarra, andaba suelto por Madrid con su banda, que se llama como siempre, y era una bonita ocasión para reencontrarnos con el pasado.

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Siempre fueron estos Rebeldes un caso peculiar, pues teniendo al frente una voz espectacular con una cultura musical impresionante, hicieron no pocos guiños a otros derroteros comerciales, si se quiere, o con otras miras en todo caso. Fuera por esa razón o por otras que no vienen al caso, es que se ganaron un lugar en la memoria musical de este país y cierto resquemor del sector ortodoxo rockabilly. Con estos mimbres, acudimos a la Sala Lemon a ver qué se cocía.

En principio, una entrada mediana, más calvas que tupés y una banda que empieza puntual, a las 10 (es decir, justamente después de la hora de cortesía). Arrancan con Mía y la cosa pinta bien: buen sonido, Segarra con voz y un ambiente favorable.

El espectáculo lo dan el propio Carlos Segarra, lógicamente, y el saxofonista Dani Pérez (nombre con recuerdos asociados), a un nivel espectacular durante todo el show, que nos regala un puñado de temas clásicos, desde Un español en Nueva York, Harley 66, Eres especial, Esa manera de andar, hasta las inevitables y gloriosas Mediterráneo Mescalina. Todo ello mezclado con composiciones nuevas que, desgraciadamente, no alcanzan el nivel y con alguna versión, como el Something else Fever, en la que se arrancó a cantar Dani Pérez, con calidez y elegancia.

Según avanza el show queda una sensación agridulce, provocada por la disminución de potencia vocal del frontman y por una curiosa manía de ofuscarse porque la gente grabe con la cámara. Una manía que es del todo respetable, por supuesto (no sabes cuándo vamos a volver a vernos, baja la cámara y mírame, le dijo el Segarra a un pespectador de las primeras filas), pero que no resulta demasiado cómoda para el desarrollo del concierto.

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Aún así, el pueblo disfrutaba, sonreían de nostalgia y miraban a los representantes de ese pasado de grasa en el pelo y chupa de cuero con una mezcla de terror y admiración, como fue en una época no muy lejana en la que representaban algo atractivo y peligroso.

Una hora y media después de comenzar terminó el concierto y nos llevamos a casa la alegría de comprobar que una figura de nuestro rock sigue en pie, con recursos suficientes para seguir adelante y con la chulería que se le supone a un rocker.

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