SABINA

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Versos y eternidad bajo el cielo madrileño

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Movistar Arena, Madrid

Redactor y fotógrafo: Álex García

El pasado lunes, el Movistar Arena se convirtió en un santuario para miles de almas que acudieron a rendir culto a Joaquín Sabina. A sus 76 años, el poeta del rock urbano demostró que el tiempo, como él mismo cantó alguna vez, es solo un tonto con prisa.

Sabina apareció en el escenario envuelto en una gabardina negra, sombrero calado y una sonrisa pícara. La noche arrancó con «Yo me bajo en Atocha», himno de desarraigo que resonó como un abrazo colectivo. Las luces ámbar iluminaron sus versos mientras la banda, precisa y cálida, tejía arreglos que mezclaban rock, tango y bolero.

«Lágrimas de mármol» y «Lo niego todo» siguieron, con Sabina desgarrando su voz en cada estrofa, como si cada palabra fuera un exorcismo. El público, entre botellas de vino y abrazos entre desconocidos, coreó cada «yo fui, yo dije, yo amé». La emoción escaló con «Mentiras piadosas», donde el ubetense desplegó su ironía magistral: «La verdad duele más que un billete sin destino».

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El setlist fue un mapa de sus obsesiones. En «Camas vacías», la voz de Mara Barros añadió un duelo de melancolías, mientras en «Pacto entre caballeros»Jaime Asúa emergió como un cómplice perfecto para ese blues de traición y whisky. Sabina, entre bromas, cedió el centro pero nunca el protagonismo.

«Donde habita el olvido» envolvió al público en un silencio reverencial, seguido por «Peces de ciudad» y «Una canción para la Magdalena», que encendieron mecheros y móviles, convirtiendo el recinto en un cielo de estrellas efímeras.

El tramo final fue una sucesión de golpes al corazón. «Por el bulevar de los sueños rotos» sonó a crónica de un Madrid que ya no existe, pero que Sabina resucitó con su garganta rota. «Y sin embargo te quiero / Y sin embargo» desató lágrimas y ovaciones.

La euforia llegó con «Noches de boda / Y nos dieron las diez», donde el público saltó, bailó y gritó como si el tiempo hubiera retrocedido a 1989. Antonio García de Diego, en «La canción más hermosa del mundo», aportó un duelo de guitarras y nostalgia, mientras Sabina, sentado al piano, murmuró «Tan joven y tan viejo» con la sabiduría de quien ha quemado todas las naves.

La noche cerró con «Contigo» y «Princesa», que sonaron a testamento y promesa. Sabina, con los brazos abiertos y la voz quebrada, agradeció al público entre vítores. Fuera, la ciudad respiraba bajo la luna; dentro, nadie quería irse.

Al final, como en sus mejores canciones, solo quedó la certeza de que algunas leyendas no se apagan. Solo se convierten en versos.

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